lunes, 5 de agosto de 2013

SIMBAD Y EL ARPISTA DE MYANMAR



 En un bar próximo al puerto entró un hombre con un parche en el ojo y una horrible cicatriz en la cara que se perdía cuello abajo. En el bar había cuatro bolivianos que, junto a ellos, tenían una guitarra, un charango, una caja y una quena, además de un hindú y un pakistaní que estaban sentados en otra mesa. Al entrar el hombre y verle su rostro, todos callaron. Fue sólo un instante, pero lo suficientemente largo, o así lo pareció, como para que el recién llegado se viera obligado a saludar a todos. El hombre pidió una cerveza y se dispuso a beberla apoyando en la barra. Pero quien la atendía no resistió la curiosidad:

-          Perdone, pero ¿cómo fue que se hizo eso?

El hombre echó un trago largo hasta casi acabar la bebida, bajó la cabeza y después la alzó girándola, buscando con su único ojo el rostro del otro.

- No es que sea largo de contar, pero aún así es difícil de creer...
- Por aquí pasa mucho marinero...
- Me llamo Simbad...- respondió el tuerto de la cicatriz y esperó alguna reacción, pero salvo el pakistaní y el hindú que dejaron de hablar, a los otros no les dijo nada el nombre.
            - Y yo, José – añadió el hombre de la barra mientras lavaba unos vasos.
- Hace un tiempo, ya no sé cuanto, viajé a Malasia y, por cuestiones que no vienen al caso, fui a orar a la Surau, la capilla musulmana de las torres gemelas de Kuala Lumpur...




El otro comenzó a secar los vasos recién lavados echando rápidas miradas al hombre para ver si acababa su cerveza y le podía servir otra. El hindú y el pakistaní ya no disimularon su interés. Sólo los bolivianos parecieron seguir concentrados en su propio silencio.

-          El caso es que cuando comencé mi oración en la capilla, que está a más de cuarenta pisos de altura, junto al puente que une a las dos torres –dijo el  hombre pidiendo otra jarra- tuve una visión, la de un tigre de Bengala caminando por el alféizar de la ventana y que después se abalanzaba sobre mí. Cuando desperté estaba en el hospital curándome de estas heridas. Eso es todo.

El hindú y el pakistaní se miraron como si ya conocieran la historia o como si la misma les hubiera decepcionado. Aun así, el ruido de la calle dejó de entrar y un silencio de incredulidad ocupó el bar.

- Sí –dijo al fin el hombre de la barra-, es difícil de creer...

Entonces, uno de los bolivianos se acercó a la barra apretando su quena contra el pecho.

- Es verdad, sucedió como usted dice...
            - ¿Y tú qué sabes? – le dijo el tipo del bar.

El boliviano lo ignoró.

- Sucedió como usted dice señor –repitió el quenista confirmando lo dicho por el hombre de la cicatriz, quien abrió su único ojo como si de nuevo tuviese una visión.
- Salvo en una cosa –dijo el boliviano marcando con la quena una distancia de protección- usted es el cazador que mató el último

uturunco, como le llaman los omaguas al jaguar, aunque no fue en Kuala Lumpur, como cuenta, sino en Humahuaca, en la quebrada de Humahuaca...
- Pero... – el hombre de la cicatriz miró al quenista con sorpresa, acaso con temor – si es usted –vaciló-  usted es el arpista ciego de Myanmar, el que me envió a rezar a la Surau de las dos alturas.


El boliviano de la quena no le respondió. Le dio la espalda y se marchó seguido de sus tres compañeros.

lunes, 15 de julio de 2013

PRELUDIO DE O LAS ESTACIONES

Hay cartas -aunque ahora les digamos e-mails- que son en sí mismas una reseña del acontecer poético. Por este motivo me permitiré, quitando las alusiones muy personales y otras formas coloquiales, la que me escribió el poeta tucumano Hugo Morales Solá a propósito del Preludio de O las estaciones, del maestro Jorge Sarraute.



¡Qué ensamble perfecto, Antonio, entre poesía y música! Acabo de escucharlo y termino casi estremecido por el modo en que la música de Sarraute ha podido potenciar a este enorme, inmenso poema, como es "O las estaciones". Es que de cada verso brota un sonido perfecto que parece salir de su propia entraña. Y te atraviesa, te transporta, y puedes sentir que vuelas por el bosque, mientras ves a los amantes incendiarse con el deseo del amor. Hay una sensación de espectador y protagonista. Todo a la vez. Escucharte leer y escuchar la música: eso es la magia perfecta. Hacen que la poesía fluya mansa y suavemente, como una caricia a los sentidos. Sencillamente "la poesía sucede", como decía Borges para definirla, porque en verdad no tiene ni puede tener más explicación. Hay una cadencia y un instrumento que se funde con cada verso, que lejos de limitar su métrica le da mayor poder. ¡Cuánta belleza! Incluso, cuando aumenta la tensión del poema con el inicio del incendio en la ciudad, en un crescendo del relato y la música que lleva el drama hasta el bosque para alcanzar la agitación del fuego que todo lo consume, incluso a los dioses y a los amantes. Y luego la voz serena de Sarraute te rescata con esa suave melodía que se parece mucho a las vidalas tiernas, dulces y suaves de Yupanqui, cantada tal vez a la manera de Eduardo Falú. La música del final te trae de nuevo al principio, como el mismo poema, para volver a comenzar con otros dioses y otros amantes, otros cuerpos y otro amor. En definitiva, el ciclo de la vida. Si el libro en sí mismo es maravilloso, siento que esta versión musical le ha multiplicado su poder de fascinación. Debes permitirme que lo comparta en mi muro de FB, por favor. Pero sobre todo debes mostrar en la Argentina, cuando vuelvas, este maravilloso espectáculo de poesía y música. 

jueves, 6 de junio de 2013

...EN GRANADA

Para Jorge Rodríguez Hidalgo, en recuerdo de José, su padre


 se sentó apoyando la cabeza en una peña de cara al sol que brotaba de la tierra, de algún lugar detrás de las montañas y, agotado, dejó que la luz lo penetrara aliviando el cansancio de los músculos y el dolor de la pierna herida. Las ruedas de la bicicleta que había dejado caer junto a él parecían, ya quietas, contradecir cualquier rumbo. El carro, cargado con el mezquino estraperlo de los hijos del señor, no cuestionaba la espera. También él, como el carro, hubiese querido hacerlo y quedarse ahí, entregado a la inmovilidad, equidistante entre el tributo alimenticio que le exigía el cuerpo y la brutalidad de los hombres francos; entre la dádiva salarial y el horror extremo de la madre que había parido y muerto con sus hijos ceñidos a la tierra. Deslumbrado por ese sol que lo atraía hacia la oscuridad sintió el peso cada vez mayor del cuerpo, que, poco antes de alcanzar el suspiro del derrotado, había sido capaz de volar por la ladera del barranco para evitar el encuentro con los emisarios de la cruz. Los guardianes que perpetuaban la desdicha entre los habitantes del hoyo. Entonces reaccionó. No lo encontrarían resignado a orillas del camino. Montó en la bicicleta y arrastró la carga montaña arriba. Con la primera pedalada el dolor de la pierna giró. Dejó el muslo y le ocupó un lugar indefinible del cuerpo. Era un dolor placentero que lo impulsaba hacia arriba. Siguió. Cada pedalada lo acercaba a la cima. Cada pedalada lo llevaba a la cumbre, desde la cual, tal vez vería la roja fortaleza nazarí, que alguna vez contempló, acaso desde otra sierra nevada. Cada pedalada le costaba, sin embargo, un golpe de hálito irrecuperable. Pero abajo lo esperaba ese mendrugo de pan que recibiría en cuanto acabara la jornada y le daría las fuerzas para el regreso. ¿A dónde? Se preguntó. ¿Dónde regresar? Volvió los ojos al valle y deslumbrado por el sol balbuceó. El ciudadano J. musitó. Me cagaron en Granada.
[Cuaderno de notas de Manuel T.       +

jueves, 21 de marzo de 2013

DESPEDIDA


Y RESUCITARÁ EN EL EXILIO
Por Jorge Rodríguez Hidalgo


            Cuando el poeta Antonio Tello ponga un pie en la escalerilla del avión que lo traslade a Argentina, sufriremos una forma de orfandad que creíamos olvidada desde que otro Antonio, poeta también, hubiera de abandonar España en 1939 y tras él centenares de miles de vencidos ciudadanos, además de la mayor parte de los intelectuales españoles. Físicos, médicos, biólogos, ingenieros, poetas, filósofos, pintores, humanistas de toda suerte, profesionales sin número, brazos generosos, hombres solos, hombres con nombre y sin nombre, hombres con cultura y sin ella (¡hombres, nada menos!), sabios todos ellos... Parte de la savia de la Segunda República fue “a dar en la mar” a punta de pistola y bomba (¡Federico, Miguel, escribid, escribid!), de cerrazón y “sacristía”; el río de los exiliados se ramificó ad infinítum y en tierras acogedoras y con gentes de liberalidad excepcional halló la forma de no malbaratar su riqueza cultural, pese a llevar en el escaso equipaje el cadáver de su vida afectiva y emocional.
            Hoy, casi tres cuartos de siglo después, los mismos hombres se constituyen en el mismo río de exilio, empujados esta vez por la sorda y ciega pseudodemocracia de los villanos de la alta política y las altas finanzas (altamar envilecida, alta mierda constitucional). Hoy, como ayer, o hace apenas unas horas (Gabriel Celaya al fondo), el hambre y la miseria empujan al abismo a nuestros conciudadanos y los obliga a poner pies en polvorosa. Nuestros familiares, nuestros amigos y nuestros vecinos son transterrados sin remedio haciéndoles creer que en verdad poseen espíritu de robinsones.
            Don A. Machado y don Antonio T., derramándose de nuestro pensamiento, vienen a convergir en mala hora en el exilio que, como premio al talento y la bonhomia, las sociedades embrutecidas obligan a emprender. Los militares comandados por el rebelde general Franco apuntillaron al autor de “Campos de Castilla” treinta años antes de que  los militares argentinos casi lo lograsen con el padre de “El día en que el pueblo reventó de angustia”. Mala hora, la del exilio (hay hombres que, como el dios de Vintila Horia, parecen haber nacido en el exilio). Cuando el poeta Tello ponga un pie en la escalerilla del avión que lo traslade a Argentina, principiará el exilio de su exilio. Este segundo exilio, sofisticado y refinado, correrá a cargo de la ignorancia, la incultura y la indolencia del mal llamado pueblo soberano español. Cómo puede ser soberano un pueblo que ignora obras sólidas como la de Antonio Tello; cómo puede ser soberano un pueblo que se entretiene con los folletines y ripios de juntaletras y poetastros; cómo puede ser soberano un pueblo que, sodomizado a diario por la superestructura, otorga sin grandes muestras de disgusto; cómo puede ser soberano un pueblo que no lucha por la supervivencia de todos sus hijos; cómo puede ser soberano un pueblo que sólo acepta a los héroes; cómo puede ser soberano, en fin,un pueblo que vende y compra hijos en el mercado de valores... bursátiles.
            Cerca de cuatro décadas de civismo en Barcelona y una obra literaria de primer orden; cuarenta años de magisterio práctico en el maltratado mundo de las letras; toda una vida de altruista participación en instituciones culturales... Nada ha servido a Antonio Tello para meritar la atención de la jerarquia política, cuya secular sevicia sigue aniquilando a los mejores de entre los mejores, cual Saturno despiadado.
            Cuando el poeta Tello ponga un pie en la escalerilla del avión que lo traslade a Argentina, nadie podrá decir adiós, pero tampoco hasta la vista. Recitaremos, eso sí, quedamente, el sencillo verso que, a modo de capital poético, don Antonio Machado atesoraba en sus bolsillos al cruzar la frontera francesa: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Porque el poeta Tello ya no es ni de aquí ni de allá, porque es de aquí y de allá al mismo tiempo.Conocedor profundo de Homero, Cervantes, catador borgiano o juanramoniano, es él un hito que sólo quienes hablan “en necio” se han empeñado en ignorar, ocupados como están en los laureles de los mesías del músculo. León él en la sabana tórrida de la escritura en español, su gesto último le emparentará definitivamente con el hidalgo más ilustre que han conocido los tiempos: aquel Caballero de la Triste Figura, aquel exiliado de la razón perversa y desaforada, también llamado el Caballero de los Leones. Sea ahora don Antonio nuestro hidalgo allende el mar y resucite la locura del demiurgo,invierta el tiempo, la sustancia de la razón invierta.
            Y sin más, este hidalgo de devengar quinientos sueldos, no dejará que ensayemos una muerte fingida, la muerte de los adioses tras los escarnios. Al contrario, un punto solemne, volverá a recordarnos: “Más allá, continúa la batalla. Más allá”.

sábado, 23 de febrero de 2013

CONTRATO POÉTICO



Entre el pueblo y el poeta existe un pacto natural tácito. A tenor de las cualidades que la tradición atribuye al poeta, el pueblo le cede parte de su soberanía sobre la imaginación para que viaje a esos territorios del alma, por diversas razones, inaccesibles para él, pero que debe conocer. A cambio por el cumplimiento de esta misión, el poeta recibe veneración, sustento y protección porque el pueblo entiende que este es su trabajo en la comunidad.
Durante muchos siglos este pacto se cumplió más o menos sin sobresaltos. Sin embargo, cuando el pueblo se desinteresó por el conocimiento de la condición humana, los poetas se refugiaron en sectas, olvidaron su cometido y practicaron la poesía como un pasatiempo. El oficio y la poesía se corrompieron.
La razón práctica se impuso sobre la imaginación y, olvidado el cometido original del poeta y de la poesía, surgió una floreciente industria poética. Gracias a una llamativa inflación de poetas titulados, las agencias de turismo diseñaron y programaron viajes líricos al corazón, que incluían paradas fotográficas en lugares exóticos, playas, montañas, monumentos a caídos por la patria e incluso en barrios sórdidos u oficinas de desempleados, y tiendas on line iniciaron la venta de poemas a la carta y de tonos y semi tonos líricos para los teléfonos, o tiendas de poemas con servicio a domicilio. El éxito ha sido tal que la producción de poemas ha dado lugar a géneros nuevos que atienden a las circunstancias del consumidor, lo cual ha animado a los empresarios a ganar parcelas de mercado en detrimento de otros productos, como pizzas o hamburguesas.
Los poetas que aún conservan el mandato popular, sienten como un peso insoportable la soberanía de la imaginación, pues no les sirve para escapar del silencio en el que cayeron al final de sus numerosos viajes. Ya no sólo ven inútil sus atributos, sino que además, aquellos que aún leen y desean conocer las visiones que están más allá, les niegan la retribución que les corresponde. El pacto natural y tácito entre el pueblo y el poeta se ha roto.
Del Cuaderno de notas de Manuel T.

jueves, 21 de febrero de 2013

ESCRIBIR Y LEER COMO ACTOS DE FE

Tanto escribir como leer son actos de fe en la libertad individual. La libertad no es una abstracción y es cometido del escritor contribuir a alcanzarla a través de su escritura emancipada de las ideologías de poder. Éstas tienden a imponer una retórica realista que reduce y simplifica el discurso narrativo convirtiéndolo en una expresión superficial, maliciosamente interpretada como claridad, que escamotea la hondura de la realidad y, por lo tanto, el conocimiento y la liberación del espíritu. Por el contrario, la retórica de la libertad se vale de un lenguaje luminoso que alumbra la complejidad del mundo, señala el camino del saber y muestra las diversas dimensiones de la existencia.
[Cuaderno de notas de Manuel T.]



viernes, 25 de enero de 2013

«O LAS ESTACIONES» SEGÚN EL POETA ÁLEX CHICO



















El poeta Álex Chico reseña O las estaciones en el número 18 de la prestigiosa revista de poesía «Nayagua», editada por la Fundación Centro de Poesía José Hierro.
La reseña se encuentra entre las páginas 225 y 227. 
http://www.cpoesiajosehierro.org/web/uploads/pdf/ddcd05804d611f033799e8412c690d92.pdf